viernes, 23 de septiembre de 2011

Sr. Otoño


El médico. Buf, cuánto tiempo sin ir al médico. No sé si eso es una buena o mala señal.

Busco asiento. Casi todo está ocupado, como de costumbre. Hmmm... en aquel lado hay unos cuantos que me permiten sentarme al menos a un asiento de distancia de toda persona cercana. "¡Espacio Vital!".

A mi izquierda, con su correspondiente separación estipulada, hay una mujer joven con un niño pequeño, y junto a estos, el carrito en el que el niño se desplazará de forma falsamente automatizada. La mujer es grande. Muy grande. Preocupantemente grande. Y su pandero le supera. Emito un suspiro mezcla de terror y alivio al pensar en que esto no es un autobús o el metro, y por lo tanto no seré aplastado de forma irremediable por su masa corporal, como en tantas ocasiones ha ocurrido.

Como no llevo mi reproductor de audio con sus auriculares, mis ojos empiezan a volar por la habitación, observándolo todo de forma inquieta, y las historias empiezan a surgir de forma espontánea. Delante, separados por algunas barreras en forma de sillas, hay una pareja de mediana edad, y la voz de la mujer rompe mi estado de falso trance. Es una voz inquietante, y no sé discernir si se trata de un acento extranjero o de algún tipo de condicionamiento psicológico. "Argh, se me clava, entra por los oídos y cada vez que termina una frase esa manera de dejar la palabra en el aire y terminar con una especie de chasquido me produce un escalofrío." Continúa hablando, parece que nunca va a callar. "Da asquito." Me digo a mí mismo. "¿Y tú qué derecho tienes a decidir que da asquito?" Me digo mi otro yo. "Calla. ...Bueno, es que no puedo con esa especie de destrucción de la entonación de la frase, ¿vale? Déjame en paz, sólo estoy pasando el tiempo hasta que me llame el médico." "Ya, y yo. ¿Amigos?" Y me doy un abrazo psíquico. Luego salgo a dar una paseo conmigo mismo. Y luego me voy a tomarme un helado con yo. Amigos.

El niño que habita a mi izquierda empieza a mutar, o es lo que deduzco a raíz de los alaridos cargados de dolor que está emitiendo. Por lo visto, la causa de tamaño sufrimiento es que quiere algo que su madre no tiene intención de darle. Muta con más fuerza. La sala se convierte en un caldero donde se está cocinando el caos. "Por favor, que acaben con su desdicha". El niño empieza a correr. "Ya ha empezado. La mutación le ha proporcionado súper-velocidad". La madre se le levanta tras él, y el carrito se queda sólo. "Te han abandonado y no les preocupa lo más mínimo, ¿eh?". El tiempo pasa, y me parece ver que al transporte de seres en miniatura falsamente automatizado le han salido telarañas. "¿¡Es que nadie piensa en los carritos para niños!?". Se siguen oyendo alaridos repletos de la más profunda agonía, mientras la mujer hace lo posible por darle el punto final a la persecución. Y parece que da con el modo de lograrlo. Le sienta donde estaba sentada antes ella. Tiemblo. "Oh, no. No, por favor. No...". Cuando el niño ya está sentado, empieza el ritual al que esperaba no tener que asistir en el día de hoy. "Por lo que más quieras, ¡piedad!" Mi Espacio Vital se ve amenazado. "¡No! ¡¡NO!!". Pues sí.

El horror. Han asaltado mi castillo y han derruido las murallas que lo rodean a golpe de catapulta.Una catapulta de 150 cm de diámetro. Su masa hace inviable la idea de "un asiento por persona", y lo inevitable acaba ocurriendo: soy asediado. Sufro. Después de varios intentos discretos por mi parte para lograr una separación suficiente sin tener que realizar el tedioso trabajo de cambiar de asiento, parece que la invasión recuerda que tiene sentido del tacto, y es entonces ella la que decide apartarse y, gracias a la acción divina, lo hace de forma satisfactoria. Victoria.

Pasan apenas un par de minutos, y por impaciencia u otros motivos que no voy a intentar discernir, la madre decide que es buena idea coger a su mutante y desaparecer. Sin el carrito. Una vez más. No alcanzo a comprenderlo. Pienso en el carrito y en los motivos en los que podrían llevar a alguien a abandonarlo de esa manera, y lloro por dentro. Veo entonces que la pareja de mediana edad sale de la consulta, y que entra el siguiente paciente. Cuando la puerta ya está cerrada, vuelven a aparecer, haciendo ademanes de querer entrar, pero no llevan a cabo la acción. En vez de esperar, el hombre decide desaparecer y dejar a la mujer guardando el fuerte. La mujer no parece saber cumplir con su labor de forma eficiente, pues cuando sale el anterior paciente se dedica a mirar atónita como una persona distinta entra en la sala y cierra la puerta. Esto me hace pensar que el motivo anterior de mi irritabilidad no es causado por un acento curioso. Tras ello, decide ir a buscar al hombre. Vuelven ambos cuando acaba de haber otro relevo. Decido indicarles que acaba de entrar alguien y que pasen ahora antes de que interrumpan la consulta. El hombre no me oye y desfigura su rostro para hacérmelo saber. Se lo repito más alto. Mueve la cabeza en un ademán de desgana y encoge los hombros, y desaparecen ambos una vez más. Me cuestiono el sentido de la vida.

Entonces entra en escena una viejecita adorable. Empieza a preguntar a qué hora tienen los presentes la consulta. La gente parece contestarle un poco a desgana, o yo estoy todavía conmocionado por lo que le ha ocurrido al carrito y por las aparentemente carentes de sentido decisiones de la extraña pareja. La viejecita se me acerca y me pregunta amablemente a qué hora me toca consulta. "A las 10:15", le digo con una sonrisa, "¿y usted?" "Yo la tengo a las 10:30, ¿qué hora es entonces?" "Pues son ni más ni menos que las 10:45, así que no se preocupe porque tarde a fin de cuentas no llega, aún le tocará esperar un ratito me temo", y le vuelvo a sonreír. "Pues tienes razón, no me preocupo", y ríe plácidamente. Se sienta a mi lado, sin tener en cuenta el Espacio Vital, pero no me molesta, me cae bien, hay algo en ella que me hace estar a gusto. Empezamos a hablar, y me cuenta varias anécdotas. Me dice que el médico de cabecera le conoce tan bien que con sólo mirar unos análisis que le hicieron, supo que estaba en estado. Con 60 años. "¡Pero qué me dice!" "Sí, sí. Yo le decía que estaba equivocado, que yo me llamaba... pero me cortó antes de decirle mi nombre y me dijo que lo ponía en la analítica, y que yo era esa persona. Le dije a mis hijos que ya que ellos no me habían dado nietos, yo ahora iba a tener un nieto-hijo. ¡Qué risa!". Lo cuenta con mucha dulzura y me hace gracia al mismo tiempo que me enternece. Seguimos hablando de trivialidades, pero lo último que se me pasaría por la cabeza es que estamos perdiendo el tiempo.

"La gente está ahora muy preocupada con los problemas que tienen en el día a día, sobre todo con los problemas económicos y lo que a ellos le repercute eso, pero sin duda el mayor problema que hay es no tener salud. Es lo más importante. Si no tienes salud, ¿qué más te da por ejemplo ser rico? No puedes disfrutar nada." Tiene mucha razón, y así se lo expreso. "Aquí en Valencia hace mucha humedad, y eso a mí no me hace bien, tengo problemas con ello y me produce dolor constante. Estuve una temporada en Alicante, y no noté los dolores en todo ese tiempo. ¡Y todo por la humedad! ¡Maldita humedad!" Me hace reír. "En invierno con el frío es horrible, se te cala en los huesos y ahí lo paso fatal", me dice, "Sí, se nota mucho, yo tengo la espalda desviada y también tengo dolores constantes ahí. Ahora, cuando peor lo paso es en Verano, porque además de lo que decimos, el calor pegajoso hace que todo lo malo sea peor, ¡y que lo bueno resulte tedioso de realizar!" Ahora la que ríe es ella. "Tienes razón, lo mejor son las estaciones intermedias, la Primavera y el Otoño. En esas es cuando mejor se está." "Sin duda, es lo mejor con diferencia. ¡Sin extremos, como tiene que ser! Estoy deseando que llegue el otoño." "Sí... pero lo malo es que ahora cada vez hay menos otoño. Se va el Verano, y cuando menos te lo esperas ya está ahí el invierno. Hoy en día apenas tenemos otoño."

Y tiene razón, una vez más. Y me pongo a pensar en todos esos bonitos recuerdos y sensaciones que me bombardean cada vez que pienso en el otoño: Ponerse el chaquetón y dejarse caer en un montón de hojas con tonos anaranjados, quedarse mirando cómo dichas hojas van soltándose poco a poco, sin prisa pero sin pausa, de cada uno de los árboles caducos que adornan las calles de la ciudad o que habitan en los parques, las lluvias templadas y suaves, y ponerse a corretear o bailar bajo ella, dando saltitos, cantando o viendo cómo los pájaros buscan cobijo, ver que las calles cambian sus tonos grises y negros por otros ocres y dorados, poder ponerse un suéter fino o una camiseta de manga larga y acompañarlo sólo de una chaqueta, pudiendo sentir al mismo tiempo calidez y frescor... Me encanta el Otoño. Siempre me ha fascinado. Siempre ha tenido algo mágico para mí. Y es verdad, hoy en día muchas de esas cosas, simplemente, o ya no están, o son demasiado breves como para poder disfrutarlas o incluso percatarte de que están ahí una vez más. Cuando veo una callejuela llena de hojas crujientes no puedo evitar emocionarme, y una fuerza imperiosa se apodera de mí y me obliga a ir lo más rápido posible hasta ello, simplemente para quedarme embobado con la escena. Es cierto, hoy en día, el Otoño...

"El Otoño es mi estación favorita. Me encanta. Y es verdad lo que dices, hoy en día, es casi como si no hubiera otoño. Y lo echo mucho de menos, sinceramente, me gustaría que se volviese a poder disfrutar como antes de él, yo..."

Y entonces suena mi nombre por megafonía: es mi turno, ya me toca.

"Uy, vaya, ¡me toca! Bueno, qué pena, pero me tengo que ir, ¡un placer!", y le sonrío una vez más.

Sin embargo, ella no sonríe. Me quedo un segundo parado, intentando descifrar su expresión, pero el puzzle se me resiste, y entonces llaman a otro paciente por el telefonillo. "¡Hasta luego!", le digo, pero ella me sigue mirando, y no sé si me mira triste o simplemente, me mira.

Entro en la consulta antes de que el doctor deduzca que he decidido evaporarme de forma espontánea, y como de costumbre, me atiende bien. Me indica hacia dónde tengo que ir a continuación para pedir cita, y cuando salgo, vuelvo a ver a la ancianita, y le hago un saludo con la cabeza/mirada, y me sale natural otra sonrisa, pero ella vuelve a mirarme de esa forma inquietante. No hay manera, no consigo descifrar qué es lo que intenta contarme esa mirada. Me da una sensación extraña, me deja con mal cuerpo. "¿Qué es lo que pasa?". Una abalancha de pensamientos y sensaciones me inunda. Una idea absurda se cuela por la puerta trasera de mi cabeza. "¿Me conoce? ¿Por qué tengo la sensación de que me conoce de algo?" "No seas tonto y déjalo, tienes que ir a pedir cita", me dice el Migl práctico. "Ya, pero..." "Estará cansada, o pensando en algo de lo que habéis hablado. Tal vez algo de lo que os habéis contado le ha traído recuerdos. Puede que lo último de lo que habéis hablado, eso del otoño" "Sí, pero es que... es verdad, tengo que ir a pedir cita. Hasta luego, ancianita adorable"

Cuando vuelvo a pasar por ahí, ya no está. "Mejor, así no vuelves a darme la tabarra." "Si me la dejas de dar tú a mí, luego te invito a un buen almuerzo en el estómago." "¡Trato hecho!".

Y entonces, cuando llego a casa, me doy cuenta de que al día siguiente era la víspera de otoño.

"Adiós al almuerzo..." Me dice a mi mismo.



Por cierto, el carrito seguía ahí, solito.





Bienvenido, Sr. Otoño. Quédese con nosotros, por favor.

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